Los lagos en estado crítico a nivel mundial
Se secan los lagos de medio mundo
Fecha de Publicación: 26/07/2018
Fuente: National Geographic
País/Región: Internacional
Las rodadas que surcaban el lecho lacustre se perdían en el horizonte. Las seguíamos en un Suzuki 4x4, buscando pistas sobre el destino que había corrido el lago Poopó: el que fuera el segundo lago más grande de Bolivia se había esfumado en el Altiplano andino.
Rodábamos sobre el fondo plano del lago, aunque estábamos a más de 3.650 metros sobre el nivel del mar. El reseco aire primaveral cortaba los labios. Muchas de las aldeas de pescadores que llevaban milenios obteniendo su sustento del Poopó estaban tan vacías como el lago, y atrás dejábamos grupos de casas de adobe abandonadas. Remolinos de polvo danzaban a su alrededor.
A lo lejos distinguimos varios barcos de aluminio que parecían flotar en el agua. Pero al acercarnos, el espejismo se desvaneció y constatamos que estaban varados sobre el lodo. Me apeé del vehículo. Mis zapatos quebraron una costra de sal que formaba terrones irregulares.
Mi guía, Ramiro Pillco Zolá, dio unos crepitantes pasos sobre el salar para aproximarse a uno de aquellos botes destartalados y semienterrados.
Como una ola, inundaron su mente recuerdos de la infancia, de cuando remaba por el lago muchos años antes de dejar su pueblo, San Pedro de Condo, para estudiar y terminar doctorándose en hidrología y cambio climático por la Universidad de Lund, en Suecia.
«No estamos hablando de una nimiedad –me dijo–. Hace 30 años este lago cubría una superficie de 3.000 kilómetros cuadrados. Va a ser difícil recuperarlo».
El agua que otrora cubría una superficie del tamaño de la provincia de Álava había desaparecido. Un par de botas de goma yacían cerca del bote. El cráneo de un pez refulgía bajo el sol cegador. De pronto paró el viento, y en aquella escena postapocalíptica se hizo el silencio. Si el agua es vida, allí faltaban tanto la una como la otra.
El cambio climático está calentando muchos lagos a mayor velocidad que los océanos y la atmósfera. Este calor extra acelera la evaporación, un efecto que conspira con la mala gestión humana para agravar la escasez de agua, la contaminación y la pérdida de hábitat de aves y peces.
Pero aunque «las huellas del cambio climático están por todas partes, no se manifiestan del mismo modo en todos los lagos», dice Catherine O’Reilly, hidroecóloga de la Universidad Estatal de Illinois y codirectora de un estudio lacustre internacional que lleva a cabo un plantel de 64 científicos.
En el lago Tai del este de China, por ejemplo, los vertidos de desechos agropecuarios y las aguas residuales desencadenan la proliferación de cianobacterias, y el agua caliente fomenta su crecimiento. Eso amenaza las reservas de agua potable de dos millones de personas.
En el África oriental, el lago Tanganica se ha calentado hasta tal punto que las capturas de pescado que dan de comer a millones de personas de los cuatro países bañados por sus aguas peligran.
En Venezuela, el agua de la macropresa hidroeléctrica de Guri ha descendido en los últimos años a niveles tan críticos que el Estado ha tenido que cancelar clases en las escuelas en un intento de racionar la electricidad.
Incluso el canal de Panamá, cuyas esclusas acaban de ampliarse y ahondarse para dar cabida a los supercargueros, se resiente de la escasez de precipitaciones relacionada con el fenómeno de El Niño que afecta al lago artificial Gatún, del que sale no solamente el agua con el que se operan las esclusas, sino también el agua dulce que bebe buena parte del país.
De todos los problemas que afronta la ecología lacustre en un mundo que se calienta, los ejemplos más espectaculares se aprecian en cuencas de drenaje cerradas, cuyas aguas vierten en lagos, pero no tienen salida fluvial hacia el océano. Estos lagos terminales, o endorreicos, tienden a ser someros, salinos e hipersensibles a los cambios o a las perturbaciones.
La desaparición del mar de Aral en Asia Central es un ejemplo catastrófico del destino que pueden correr estas masas de agua interiores, en su caso a consecuencia de los ambiciosos proyectos soviéticos de irrigación que desviaron sus ríos tributarios.
Situaciones similares se producen en los lagos endorreicos de casi todos los continentes, por la suma de sobreexplotación y sequía. Las series temporales de imágenes de satélite revelan transformaciones radicales. En África, el lago Chad no es ni una mínima parte de lo que fue en la década de 1960, con la consiguiente escasez de pesca y de agua de riego.
Los desplazados y refugiados que hoy dependen de él suponen un estrés adicional sobre los recursos. Las carestías, junto con las tensiones en el tórrido y seco Sahel generan conflictos y migraciones masivas. En Estados Unidos, el Gran Lago Salado de Utah y el lago Mono de California también han atravesado períodos de recesión, traducidos en la merma de áreas de cría y nidificación para las aves.
El Urmía, en el norte de Irán, llegó a ser el lago salado más grande de Oriente Próximo (por detrás del mar Caspio), pero en los últimos 30 años ha perdido en torno al 80% de su superficie. Los flamencos que se daban festines de artemias casi han pasado a la historia, como también los pelícanos, las garcetas y los patos.
Lo que quedan son muelles que no llevan a ninguna parte, esqueletos de barcos varados en el lodo y salares estériles. Los vientos que azotan el lecho lacustre levantan una sal que depositan en los campos de cultivo, que acaban por volverse improductivos. Tormentas de arena salada irritan los ojos, la piel y los pulmones del millón y medio de habitantes de Tabriz, ciudad situada a 90 kilómetros de distancia.
Y en los últimos años las seductoras aguas verde esmeralda del Urmía se han teñido de rojo sangre por las bacterias y algas que proliferan y cambian de color cuando aumenta la salinidad y la luz solar penetra en las zonas someras. Muchos de los turistas que antaño acudían al Urmía para tomar baños terapéuticos han dejado de venir.
Aunque el cambio climático ha recrudecido las sequías y elevado las ya altas temperaturas estivales en torno al Urmía, acelerando la evaporación, el problema no acaba ahí.
El lago tiene miles de pozos ilegales y un montón de proyectos de irrigación y de presas que desvían las aguas de sus tributarios para el cultivo de manzanas, trigo y girasol. Los expertos temen que sucumba a la misma sobreexplotación hídrica que aniquiló el mar de Aral. Sus voces parecen haberse oído en Teherán.
El presidente iraní, Hasán Rohaní, ha destinado 4.000 millones de euros a la restauración del Urmía mediante el desembalse de más agua de las presas, la mejora de los sistemas de riego y la transición a cultivos que necesiten menos agua.
El Altiplano boliviano es una extensa meseta encajonada en una ubicación curiosa, el punto en el que los Andes se ramifican en dos cordilleras independientes. Es un paisaje ventoso, instalado en los tonos pardos casi todo el año, con hierbas y matorrales recios de bajo porte.
Tan recia como la vegetación es la gente que subsiste en este entorno inhóspito. Hacia el límite norte de la meseta está el lago Titicaca, a 3.810 metros de altitud, en la frontera entre Perú y Bolivia.
En el límite sur se extiende el salar de Uyuni, de una blancura cegadora, a 3.656 metros de altitud. Y en medio de ambos, en la zona de transición entre el lago navegable más alto del mundo y el depósito de sal más grande del planeta, está el lago Poopó.
Los científicos sospechaban desde hace tiempo que algún día el lago Poopó se quedaría colmatado de sedimentos, se desecaría y se transformaría en otro salar como el de Uyuni. Sin embargo, ese final se predecía a un mínimo de mil años vista, dice Milton Pérez Lovera, profesor de ciencias naturales de la Universidad Técnica de Oruro.
Una combinación de factores –como el cambio climático, la sequía, la minería y el trasvase de aguas para la agricultura– ha acelerado el proceso, explica, y el lago se seca y ayerma a pasos agigantados.
Pérez Lovera confía que el Poopó pueda recuperarse en parte, quizás este mismo año, si las condiciones de La Niña llevan más precipitaciones a los Andes, pero ni él ni otros científicos ven tan claro que el lago recupere su función ecológica de hábitat de invernada para aves acuáticas, entre ellas tres especies de flamencos, una de las cuales clasificada como vulnerable.
Tampoco saben si algún día podrán recobrarse las abundantes pesquerías que durante miles de años dieron de comer a los indígenas.
El destino del Poopó está irremisiblemente ligado al de los uru, un grupo indígena conocido como «hombres del agua» que vive a orillas del lago. El tamaño y la profundidad del Poopó disminuyen desde hace años, lo que obliga a los pescadores uru a adentrarse más y más en él para pescar.
En 2014 y 2015 el lago, cada vez más somero, sufrió varias mortandades de peces al dispararse la temperatura del agua por encima de los 15-25 °C habituales. Millones de peces muertos flotaban panza arriba en la superficie. Cuando Franz Ascui Zuna –designado por el Ministerio de Sanidad boliviano para monitorizar la situación de Llapallapani, el mayor asentamiento uru– detectó que el agua alcanzaba los 38 °C, su diagnóstico fue claro: el lago «tenía fiebre».
Muy pronto patos, garzas, flamencos y otras aves que en condiciones normales habitan el lago empezaron a pasar hambre, sin más opciones que migrar o morir de inanición. En 2015, en un episodio de evaporación súbita, lo que quedaba del lago desapareció cuando sus aguas sobrecalentadas fueron dispersadas por los vientos del Altiplano.
El Estado declaró el lago Poopó zona catastrófica. Envió a las familias de las aldeas circundantes un lote de pasta, arroz, aceite y azúcar. A principios de 2017 la lluvia llenó una parte del lago, y las autoridades publicaron imágenes celebrando que el Poopó «había regresado», pero poco después el presidente boliviano Evo Morales visitó el lago y confirmó lo que los lugareños ya sabían: la fina lámina de agua retrocedía por momentos. En octubre de 2017 las imágenes de satélite revelaban que el lago volvía a estar prácticamente seco.
Morales ha tratado de eludir cualquier responsabilidad gubernativa en la crisis, aludiendo a ciclos naturales de desecamiento y recuperación. Ciertamente el lago se ha secado y recuperado más de una vez, la última a mediados de los años noventa, pero los científicos advierten de que la situación actual es mucho peor. Hoy día tanto la cuenca como los habitantes depauperados de la zona penden de un hilo mucho más fino.
De camino a la población de Puñaca Tinta María vimos a un anciano con botas de goma y sombrero de paja que, inclinado y empuñando una azada, ligaba arcilla con el agua salada que había sacado de un pozo artesano. Cada día desde que el lago estaba seco, Féliz Mauricio se afanaba en fabricar ladrillos de adobe. «No tenemos lago –dice–. No tenemos pescado. No tenemos nada».
Mauricio, de 77 años, procede de una larga estirpe de pescadores indígenas. Respetado anciano de los uru, es famoso por su habilidad para fabricar balsas de totora y por preparar la mesa ofertoria de las ceremonias de invocación de lluvias abundantes y pescas copiosas.
Que Mauricio sepa, él, su mujer y su hija son una de las pocas familias que siguen viviendo en las casas de adobe y techo de paja a orillas de lo que fuera el lago Poopó. Uno de sus hijos se marchó para dedicarse al pastoreo; otro es ayudante de albañil en Cochabamba.
Sus vecinos de Puñaca Tinta María y de otras aldeas también se han ido. Algunos se colocan en fábricas textiles y de confección de Chile y Argentina; otros se han mudado a ciudades y trabajan en lo que va saliendo o bajan a la mina para extraer estaño, plomo, plata y otros metales. Unos 20 o 30 han encontrado empleo en lo que quizás anticipe el futuro de su amado Poopó: las minas de sal del salar de Uyuni.
Desde una perspectiva global, el destino de los uru puede parecer trivial. Apenas quedan unos 5.000 miembros de esta etnia, de la que menos de un millar vivían a orillas del Poopó antes de que se secase.
Sin embargo, quienes se ven obligados a emigrar pasan a engrosar las filas de una procesión de gentes de todo el planeta que son arrancadas de sus hogares por fenómenos medioambientales de origen climático.
La ONU advirtió hace una década de que los indígenas serían de los primeros damnificados del cambio climático, porque suelen ser pescadores y cazadores de subsistencia que dependen de las dádivas de la naturaleza.
En 2016 hubo unos 23,5 millones de personas que abandonaron su lugar de origen huyendo de inundaciones, incendios forestales, temperaturas extremas y otras catástrofes meteorológicas, según el Observatorio de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para los Refugiados. Una cifra muy superior a los 6,9 millones de desplazados ese mismo año por las guerras y la violencia.
Hace décadas que las calamidades «naturales» desplazan a más personas que las guerras y los conflictos. Pero estas cifras no incluyen a quienes emigran por culpa de la sequía o la degradación medioambiental gradual; casi 2.500 millones de personas viven en zonas donde la demanda de agua supera las existencias. En todo el mundo, la probabilidad de sufrir un desplazamiento forzoso se ha elevado un 60 % en los últimos 40 años, por la combinación de un clima que cambia muy deprisa y unas poblaciones que crecen y se instalan en zonas más vulnerables.
La mayoría de estos desplazados no salen de su país. Si cruzan una frontera, quedan fuera del amparo que les da la ONU en calidad de refugiados porque no pueden demostrar que huyan de la violencia y la persecución. «Vivimos las mayores migraciones forzosas desde la Segunda Guerra Mundial –dice William Lacy Swing, director general de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU–.
Solo que en esta ocasión, además de la guerra, está despuntando el clima como uno de los principales impulsores de esos desplazamientos. Vamos a tener que ayudar a los damnificados por el cambio climático para que puedan emigrar con dignidad».
«¡Alto! –exclamó mi guía Pillco Zolá dentro del todoterreno–. Retroceda». Zarandeados por el viento, rodábamos a gran velocidad por una extensión llana y arenosa del Altiplano a más altitud que el Poopó. Sin darnos cuenta, acabábamos de cruzar un puentecillo que salvaba una acequia.
Estaba seca, como lo estaba el río Desaguadero. Más del 65% del agua del lago Poopó procede del Desaguadero, que serpentea a lo largo de 300 kilómetros por el Altiplano boliviano desde su fuente primaria, el lago Titicaca.
Cientos de canales de riego y otras obras de trasvase fluvial puntean el río en beneficio de la minería y la agricultura. Explotaciones agropecuarias y ciudades también hurtan agua al río Mauri, un importante afluente con curso en Bolivia y Perú.
Otros 22 ríos y cursos estacionales de menor entidad vierten también en el Poopó las aguas de las montañas circundantes. Casi todos se usan para la producción agrícola y la actividad minera, como es el caso de la mina pública de estaño de la paupérrima población de Huanuni.
Cuando la visité, vi cómo una tolva que salía del pozo vertía la ganga directamente al río. Este material de desecho contamina el lago de plomo, arsénico y otros metales pesados, además de llenarlo de sedimentos.
A una hora en coche, una presa construida en 1961 en el río Tacahua contiene una gruesa capa de sedimentos cubierta por una finísima lámina de agua.
«Tenemos cinco presas como esta –me explicó Pillco Zolá mientras pasábamos por el aliviadero seco, contemplando el fondo del embalse muchos metros más abajo–. No tiene sentido construir presas en una zona semiárida. Lo único que conseguimos es parar el agua río arriba y hacer que se evapore».
En un año normal la región del lago Poopó recoge unos 380 milímetros de lluvia entre noviembre y marzo, a los que siguen siete meses secos. Solo que la estación de lluvias es cada vez más corta, y eso cuando se da.
El Altiplano ha sufrido reiteradas sequías asociadas a El Niño, y los científicos auguran que serán cada vez más frecuentes conforme el clima se caliente. El Niño de 2015-2016 trajo consigo la sequía más grave y las temperaturas más altas registradas en el Altiplano boliviano, apunta Pérez Lovera. El Altiplano tiende a atrapar calor entre las cordilleras, dijo, y las temperaturas medias aumentaron 0,9 °C en una sola década, acelerando la pérdida de agua por evaporación.
El aumento de las temperaturas atmosféricas registrado en los Andes en los últimos 40 años también ha provocado el rápido retroceso de sus glaciares: se ha fundido la mitad del hielo que rodea la cuenca del Titicaca-Poopó.
Cuando los glaciares empiezan a derretirse aportan una descarga de agua extra, explica Dirk Hoffmann, investigador alemán radicado en La Paz y coautor del libro Bolivia en un mundo 4 grados más caliente. «Pero seguramente ya hemos alcanzado el punto máximo en la mayoría de las cuencas glaciares», dice, refiriéndose a que el agua de fusión de los glaciares comenzará a disminuir en la región hasta su total desaparición.
Entre tanto, la demanda de agua se ha disparado entre la población boliviana, que ha crecido un 42% desde mediados de la década de 1990. El año pasado el Gobierno hizo un canal en un ramal del río Desaguadero, cegado por los sedimentos, para acelerar el flujo de agua hacia el Poopó.
También proveyó de carretillas, picos y algo de alimento a los desesperados obreros uru que trataban de construir una barrera de tierra de medio metro de altura en el lecho del lago con la esperanza de que, al concentrar el agua en una sección más pequeña, durase más. Para hidrólogos como Pillco Zolá, son esfuerzos vanos.
Soluciones realistas serían demoler las presas, adoptar sistemas de riego más eficientes y reducir el volumen de agua desviada de los ríos. Sin embargo, hay poca voluntad política de dejar sin agua a los agricultores que cultivan río arriba, y aún menos financiación para proyectos hidrológicos en Bolivia, uno de los países más pobres de Latinoamérica.
La comisión peruano-boliviana que cogestiona el Titicaca ha instalado compuertas para liberar más agua al río Desaguadero en los años de sequía. Pero en vista de cómo aumenta la demanda de agua en el curso alto del río en Perú, estas compuertas podrían ser inútiles en un futuro no muy lejano. Mark Bush, paleoecólogo del Instituto Tecnológico de Florida, señala que el nivel del Titicaca no tendría que bajar demasiado para que el río dejase de fluir por completo. Eso ya ha ocurrido en tres ocasiones.
«El Altiplano es tremendamente sensible a la evaporación», dice Bush, quien predice que la región podría estar a punto de alcanzar un punto de inflexión. «Para mediados de siglo podríamos tener un calentamiento de un grado centígrado como mínimo, y estaríamos coqueteando con el escenario que causaría la evaporación total o una merma espectacular del lago Titicaca».
Al sur del Poopó, en el Altiplano, la orilla del lago cede el paso a un paisaje todavía más árido, con rocas talladas por el viento y rebaños de llamas, alpacas, ovejas y alguna que otra vicuña silvestre. Al principio de la primavera buena parte de la tierra sigue desnuda, con el suelo expuesto tras haberse cosechado la quinoa que satisface la insaciable apetencia europea y estadounidense por este pseudocereal superproteico.
Antes de sembrar los cultivos del año, los vientos procedentes del desierto de Atacama barren sin piedad los campos vacíos, lanzando al lago el doble de toneladas de sedimento que cuando seguía allí la vegetación nativa, hoy eliminada para producir quinoa. Como consecuencia, el lago, que tenía 3,5 metros de profundidad, está llenándose de arena y polvo más deprisa de lo previsto.
Más allá del Altiplano, lo único que quiebra la superficie del salar de Uyuni –solidificada en un mosaico de polígonos– son las carreteras y las pilas de sal arrancadas del suelo para enviarlas a las refinerías de la zona. ¿Es esto lo que depara el futuro al lago Poopó? Paulino Flores, antigua autoridad de la comunidad uru, espera que no... pero se prepara, por si acaso. Flores, de 57 años, se ha mudado con su familia a la población vecina de Colchani para trabajar en las refinerías de sal.
Ha destripado terrones de sal del suelo endurecido a golpe de pico y pala, los ha transportado a la factoría, eliminado las impurezas, molido y embolsado. Friega sus manos encallecidas y manchadas por la sal mientras habla. Se ha planteado fundar una factoría salinera a orillas del Poopó, colaborando con el colectivo no gubernamental Centro de Ecología y Pueblos Andinos.
Su director ejecutivo, Gilberto Pauwels, explica que sus colegas están explorando todas las posibilidades para ayudar a los uru a desarrollar modos alternativos de ganarse la vida, preservar sus comunidades y mantener viva su cultura. Puñaca Tinta María no es más que una de tantas aldeas semiabandonadas a orillas del lago desecado donde los cazadores y pescadores de subsistencia se las ven y se las desean para dar de comer a los suyos. Es un escenario que se repite en el mundo entero.
Flores sueña con la recuperación del lago, el regreso de los peces y las aves. Habla con nostalgia de los viejos tiempos, relatando cómo se crio cazando y pescando con su padre y sus parientes. Los uru creen descender del primer pueblo que se asentó en el Altiplano hace 3.700 años.
En 2013 un estudio genético apuntó que quizás estén en lo cierto, pues detectaba una ascendencia distintiva derivada de antiguos linajes andinos. Este pueblo autosuficiente, que en otro tiempo habitó islas flotantes de juncos, asistió al final del Imperio inca y sobrevivió a la conquista española. Pero hoy sobre los uru del lago Poopó se cierne el fantasma de la diáspora con la desaparición de su preciado lago. «Si no hay lago, no hay uru –dice Flores–. Es nuestro alimento y nuestro futuro».
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Fecha de Publicación: 26/07/2018
Fuente: National Geographic
País/Región: Internacional
Las rodadas que surcaban el lecho lacustre se perdían en el horizonte. Las seguíamos en un Suzuki 4x4, buscando pistas sobre el destino que había corrido el lago Poopó: el que fuera el segundo lago más grande de Bolivia se había esfumado en el Altiplano andino.
Rodábamos sobre el fondo plano del lago, aunque estábamos a más de 3.650 metros sobre el nivel del mar. El reseco aire primaveral cortaba los labios. Muchas de las aldeas de pescadores que llevaban milenios obteniendo su sustento del Poopó estaban tan vacías como el lago, y atrás dejábamos grupos de casas de adobe abandonadas. Remolinos de polvo danzaban a su alrededor.
A lo lejos distinguimos varios barcos de aluminio que parecían flotar en el agua. Pero al acercarnos, el espejismo se desvaneció y constatamos que estaban varados sobre el lodo. Me apeé del vehículo. Mis zapatos quebraron una costra de sal que formaba terrones irregulares.
Mi guía, Ramiro Pillco Zolá, dio unos crepitantes pasos sobre el salar para aproximarse a uno de aquellos botes destartalados y semienterrados.
Como una ola, inundaron su mente recuerdos de la infancia, de cuando remaba por el lago muchos años antes de dejar su pueblo, San Pedro de Condo, para estudiar y terminar doctorándose en hidrología y cambio climático por la Universidad de Lund, en Suecia.
«No estamos hablando de una nimiedad –me dijo–. Hace 30 años este lago cubría una superficie de 3.000 kilómetros cuadrados. Va a ser difícil recuperarlo».
El agua que otrora cubría una superficie del tamaño de la provincia de Álava había desaparecido. Un par de botas de goma yacían cerca del bote. El cráneo de un pez refulgía bajo el sol cegador. De pronto paró el viento, y en aquella escena postapocalíptica se hizo el silencio. Si el agua es vida, allí faltaban tanto la una como la otra.
El cambio climático está calentando muchos lagos a mayor velocidad que los océanos y la atmósfera. Este calor extra acelera la evaporación, un efecto que conspira con la mala gestión humana para agravar la escasez de agua, la contaminación y la pérdida de hábitat de aves y peces.
Pero aunque «las huellas del cambio climático están por todas partes, no se manifiestan del mismo modo en todos los lagos», dice Catherine O’Reilly, hidroecóloga de la Universidad Estatal de Illinois y codirectora de un estudio lacustre internacional que lleva a cabo un plantel de 64 científicos.
En el lago Tai del este de China, por ejemplo, los vertidos de desechos agropecuarios y las aguas residuales desencadenan la proliferación de cianobacterias, y el agua caliente fomenta su crecimiento. Eso amenaza las reservas de agua potable de dos millones de personas.
En el África oriental, el lago Tanganica se ha calentado hasta tal punto que las capturas de pescado que dan de comer a millones de personas de los cuatro países bañados por sus aguas peligran.
En Venezuela, el agua de la macropresa hidroeléctrica de Guri ha descendido en los últimos años a niveles tan críticos que el Estado ha tenido que cancelar clases en las escuelas en un intento de racionar la electricidad.
Incluso el canal de Panamá, cuyas esclusas acaban de ampliarse y ahondarse para dar cabida a los supercargueros, se resiente de la escasez de precipitaciones relacionada con el fenómeno de El Niño que afecta al lago artificial Gatún, del que sale no solamente el agua con el que se operan las esclusas, sino también el agua dulce que bebe buena parte del país.
De todos los problemas que afronta la ecología lacustre en un mundo que se calienta, los ejemplos más espectaculares se aprecian en cuencas de drenaje cerradas, cuyas aguas vierten en lagos, pero no tienen salida fluvial hacia el océano. Estos lagos terminales, o endorreicos, tienden a ser someros, salinos e hipersensibles a los cambios o a las perturbaciones.
La desaparición del mar de Aral en Asia Central es un ejemplo catastrófico del destino que pueden correr estas masas de agua interiores, en su caso a consecuencia de los ambiciosos proyectos soviéticos de irrigación que desviaron sus ríos tributarios.
Situaciones similares se producen en los lagos endorreicos de casi todos los continentes, por la suma de sobreexplotación y sequía. Las series temporales de imágenes de satélite revelan transformaciones radicales. En África, el lago Chad no es ni una mínima parte de lo que fue en la década de 1960, con la consiguiente escasez de pesca y de agua de riego.
Los desplazados y refugiados que hoy dependen de él suponen un estrés adicional sobre los recursos. Las carestías, junto con las tensiones en el tórrido y seco Sahel generan conflictos y migraciones masivas. En Estados Unidos, el Gran Lago Salado de Utah y el lago Mono de California también han atravesado períodos de recesión, traducidos en la merma de áreas de cría y nidificación para las aves.
El Urmía, en el norte de Irán, llegó a ser el lago salado más grande de Oriente Próximo (por detrás del mar Caspio), pero en los últimos 30 años ha perdido en torno al 80% de su superficie. Los flamencos que se daban festines de artemias casi han pasado a la historia, como también los pelícanos, las garcetas y los patos.
Lo que quedan son muelles que no llevan a ninguna parte, esqueletos de barcos varados en el lodo y salares estériles. Los vientos que azotan el lecho lacustre levantan una sal que depositan en los campos de cultivo, que acaban por volverse improductivos. Tormentas de arena salada irritan los ojos, la piel y los pulmones del millón y medio de habitantes de Tabriz, ciudad situada a 90 kilómetros de distancia.
Y en los últimos años las seductoras aguas verde esmeralda del Urmía se han teñido de rojo sangre por las bacterias y algas que proliferan y cambian de color cuando aumenta la salinidad y la luz solar penetra en las zonas someras. Muchos de los turistas que antaño acudían al Urmía para tomar baños terapéuticos han dejado de venir.
Aunque el cambio climático ha recrudecido las sequías y elevado las ya altas temperaturas estivales en torno al Urmía, acelerando la evaporación, el problema no acaba ahí.
El lago tiene miles de pozos ilegales y un montón de proyectos de irrigación y de presas que desvían las aguas de sus tributarios para el cultivo de manzanas, trigo y girasol. Los expertos temen que sucumba a la misma sobreexplotación hídrica que aniquiló el mar de Aral. Sus voces parecen haberse oído en Teherán.
El presidente iraní, Hasán Rohaní, ha destinado 4.000 millones de euros a la restauración del Urmía mediante el desembalse de más agua de las presas, la mejora de los sistemas de riego y la transición a cultivos que necesiten menos agua.
El Altiplano boliviano es una extensa meseta encajonada en una ubicación curiosa, el punto en el que los Andes se ramifican en dos cordilleras independientes. Es un paisaje ventoso, instalado en los tonos pardos casi todo el año, con hierbas y matorrales recios de bajo porte.
Tan recia como la vegetación es la gente que subsiste en este entorno inhóspito. Hacia el límite norte de la meseta está el lago Titicaca, a 3.810 metros de altitud, en la frontera entre Perú y Bolivia.
En el límite sur se extiende el salar de Uyuni, de una blancura cegadora, a 3.656 metros de altitud. Y en medio de ambos, en la zona de transición entre el lago navegable más alto del mundo y el depósito de sal más grande del planeta, está el lago Poopó.
Los científicos sospechaban desde hace tiempo que algún día el lago Poopó se quedaría colmatado de sedimentos, se desecaría y se transformaría en otro salar como el de Uyuni. Sin embargo, ese final se predecía a un mínimo de mil años vista, dice Milton Pérez Lovera, profesor de ciencias naturales de la Universidad Técnica de Oruro.
Una combinación de factores –como el cambio climático, la sequía, la minería y el trasvase de aguas para la agricultura– ha acelerado el proceso, explica, y el lago se seca y ayerma a pasos agigantados.
Pérez Lovera confía que el Poopó pueda recuperarse en parte, quizás este mismo año, si las condiciones de La Niña llevan más precipitaciones a los Andes, pero ni él ni otros científicos ven tan claro que el lago recupere su función ecológica de hábitat de invernada para aves acuáticas, entre ellas tres especies de flamencos, una de las cuales clasificada como vulnerable.
Tampoco saben si algún día podrán recobrarse las abundantes pesquerías que durante miles de años dieron de comer a los indígenas.
El destino del Poopó está irremisiblemente ligado al de los uru, un grupo indígena conocido como «hombres del agua» que vive a orillas del lago. El tamaño y la profundidad del Poopó disminuyen desde hace años, lo que obliga a los pescadores uru a adentrarse más y más en él para pescar.
En 2014 y 2015 el lago, cada vez más somero, sufrió varias mortandades de peces al dispararse la temperatura del agua por encima de los 15-25 °C habituales. Millones de peces muertos flotaban panza arriba en la superficie. Cuando Franz Ascui Zuna –designado por el Ministerio de Sanidad boliviano para monitorizar la situación de Llapallapani, el mayor asentamiento uru– detectó que el agua alcanzaba los 38 °C, su diagnóstico fue claro: el lago «tenía fiebre».
Muy pronto patos, garzas, flamencos y otras aves que en condiciones normales habitan el lago empezaron a pasar hambre, sin más opciones que migrar o morir de inanición. En 2015, en un episodio de evaporación súbita, lo que quedaba del lago desapareció cuando sus aguas sobrecalentadas fueron dispersadas por los vientos del Altiplano.
El Estado declaró el lago Poopó zona catastrófica. Envió a las familias de las aldeas circundantes un lote de pasta, arroz, aceite y azúcar. A principios de 2017 la lluvia llenó una parte del lago, y las autoridades publicaron imágenes celebrando que el Poopó «había regresado», pero poco después el presidente boliviano Evo Morales visitó el lago y confirmó lo que los lugareños ya sabían: la fina lámina de agua retrocedía por momentos. En octubre de 2017 las imágenes de satélite revelaban que el lago volvía a estar prácticamente seco.
Morales ha tratado de eludir cualquier responsabilidad gubernativa en la crisis, aludiendo a ciclos naturales de desecamiento y recuperación. Ciertamente el lago se ha secado y recuperado más de una vez, la última a mediados de los años noventa, pero los científicos advierten de que la situación actual es mucho peor. Hoy día tanto la cuenca como los habitantes depauperados de la zona penden de un hilo mucho más fino.
De camino a la población de Puñaca Tinta María vimos a un anciano con botas de goma y sombrero de paja que, inclinado y empuñando una azada, ligaba arcilla con el agua salada que había sacado de un pozo artesano. Cada día desde que el lago estaba seco, Féliz Mauricio se afanaba en fabricar ladrillos de adobe. «No tenemos lago –dice–. No tenemos pescado. No tenemos nada».
Mauricio, de 77 años, procede de una larga estirpe de pescadores indígenas. Respetado anciano de los uru, es famoso por su habilidad para fabricar balsas de totora y por preparar la mesa ofertoria de las ceremonias de invocación de lluvias abundantes y pescas copiosas.
Que Mauricio sepa, él, su mujer y su hija son una de las pocas familias que siguen viviendo en las casas de adobe y techo de paja a orillas de lo que fuera el lago Poopó. Uno de sus hijos se marchó para dedicarse al pastoreo; otro es ayudante de albañil en Cochabamba.
Sus vecinos de Puñaca Tinta María y de otras aldeas también se han ido. Algunos se colocan en fábricas textiles y de confección de Chile y Argentina; otros se han mudado a ciudades y trabajan en lo que va saliendo o bajan a la mina para extraer estaño, plomo, plata y otros metales. Unos 20 o 30 han encontrado empleo en lo que quizás anticipe el futuro de su amado Poopó: las minas de sal del salar de Uyuni.
Desde una perspectiva global, el destino de los uru puede parecer trivial. Apenas quedan unos 5.000 miembros de esta etnia, de la que menos de un millar vivían a orillas del Poopó antes de que se secase.
Sin embargo, quienes se ven obligados a emigrar pasan a engrosar las filas de una procesión de gentes de todo el planeta que son arrancadas de sus hogares por fenómenos medioambientales de origen climático.
La ONU advirtió hace una década de que los indígenas serían de los primeros damnificados del cambio climático, porque suelen ser pescadores y cazadores de subsistencia que dependen de las dádivas de la naturaleza.
En 2016 hubo unos 23,5 millones de personas que abandonaron su lugar de origen huyendo de inundaciones, incendios forestales, temperaturas extremas y otras catástrofes meteorológicas, según el Observatorio de Desplazamiento Interno del Consejo Noruego para los Refugiados. Una cifra muy superior a los 6,9 millones de desplazados ese mismo año por las guerras y la violencia.
Hace décadas que las calamidades «naturales» desplazan a más personas que las guerras y los conflictos. Pero estas cifras no incluyen a quienes emigran por culpa de la sequía o la degradación medioambiental gradual; casi 2.500 millones de personas viven en zonas donde la demanda de agua supera las existencias. En todo el mundo, la probabilidad de sufrir un desplazamiento forzoso se ha elevado un 60 % en los últimos 40 años, por la combinación de un clima que cambia muy deprisa y unas poblaciones que crecen y se instalan en zonas más vulnerables.
La mayoría de estos desplazados no salen de su país. Si cruzan una frontera, quedan fuera del amparo que les da la ONU en calidad de refugiados porque no pueden demostrar que huyan de la violencia y la persecución. «Vivimos las mayores migraciones forzosas desde la Segunda Guerra Mundial –dice William Lacy Swing, director general de la Organización Internacional para las Migraciones de la ONU–.
Solo que en esta ocasión, además de la guerra, está despuntando el clima como uno de los principales impulsores de esos desplazamientos. Vamos a tener que ayudar a los damnificados por el cambio climático para que puedan emigrar con dignidad».
«¡Alto! –exclamó mi guía Pillco Zolá dentro del todoterreno–. Retroceda». Zarandeados por el viento, rodábamos a gran velocidad por una extensión llana y arenosa del Altiplano a más altitud que el Poopó. Sin darnos cuenta, acabábamos de cruzar un puentecillo que salvaba una acequia.
Estaba seca, como lo estaba el río Desaguadero. Más del 65% del agua del lago Poopó procede del Desaguadero, que serpentea a lo largo de 300 kilómetros por el Altiplano boliviano desde su fuente primaria, el lago Titicaca.
Cientos de canales de riego y otras obras de trasvase fluvial puntean el río en beneficio de la minería y la agricultura. Explotaciones agropecuarias y ciudades también hurtan agua al río Mauri, un importante afluente con curso en Bolivia y Perú.
Otros 22 ríos y cursos estacionales de menor entidad vierten también en el Poopó las aguas de las montañas circundantes. Casi todos se usan para la producción agrícola y la actividad minera, como es el caso de la mina pública de estaño de la paupérrima población de Huanuni.
Cuando la visité, vi cómo una tolva que salía del pozo vertía la ganga directamente al río. Este material de desecho contamina el lago de plomo, arsénico y otros metales pesados, además de llenarlo de sedimentos.
A una hora en coche, una presa construida en 1961 en el río Tacahua contiene una gruesa capa de sedimentos cubierta por una finísima lámina de agua.
«Tenemos cinco presas como esta –me explicó Pillco Zolá mientras pasábamos por el aliviadero seco, contemplando el fondo del embalse muchos metros más abajo–. No tiene sentido construir presas en una zona semiárida. Lo único que conseguimos es parar el agua río arriba y hacer que se evapore».
En un año normal la región del lago Poopó recoge unos 380 milímetros de lluvia entre noviembre y marzo, a los que siguen siete meses secos. Solo que la estación de lluvias es cada vez más corta, y eso cuando se da.
El Altiplano ha sufrido reiteradas sequías asociadas a El Niño, y los científicos auguran que serán cada vez más frecuentes conforme el clima se caliente. El Niño de 2015-2016 trajo consigo la sequía más grave y las temperaturas más altas registradas en el Altiplano boliviano, apunta Pérez Lovera. El Altiplano tiende a atrapar calor entre las cordilleras, dijo, y las temperaturas medias aumentaron 0,9 °C en una sola década, acelerando la pérdida de agua por evaporación.
El aumento de las temperaturas atmosféricas registrado en los Andes en los últimos 40 años también ha provocado el rápido retroceso de sus glaciares: se ha fundido la mitad del hielo que rodea la cuenca del Titicaca-Poopó.
Cuando los glaciares empiezan a derretirse aportan una descarga de agua extra, explica Dirk Hoffmann, investigador alemán radicado en La Paz y coautor del libro Bolivia en un mundo 4 grados más caliente. «Pero seguramente ya hemos alcanzado el punto máximo en la mayoría de las cuencas glaciares», dice, refiriéndose a que el agua de fusión de los glaciares comenzará a disminuir en la región hasta su total desaparición.
Entre tanto, la demanda de agua se ha disparado entre la población boliviana, que ha crecido un 42% desde mediados de la década de 1990. El año pasado el Gobierno hizo un canal en un ramal del río Desaguadero, cegado por los sedimentos, para acelerar el flujo de agua hacia el Poopó.
También proveyó de carretillas, picos y algo de alimento a los desesperados obreros uru que trataban de construir una barrera de tierra de medio metro de altura en el lecho del lago con la esperanza de que, al concentrar el agua en una sección más pequeña, durase más. Para hidrólogos como Pillco Zolá, son esfuerzos vanos.
Soluciones realistas serían demoler las presas, adoptar sistemas de riego más eficientes y reducir el volumen de agua desviada de los ríos. Sin embargo, hay poca voluntad política de dejar sin agua a los agricultores que cultivan río arriba, y aún menos financiación para proyectos hidrológicos en Bolivia, uno de los países más pobres de Latinoamérica.
La comisión peruano-boliviana que cogestiona el Titicaca ha instalado compuertas para liberar más agua al río Desaguadero en los años de sequía. Pero en vista de cómo aumenta la demanda de agua en el curso alto del río en Perú, estas compuertas podrían ser inútiles en un futuro no muy lejano. Mark Bush, paleoecólogo del Instituto Tecnológico de Florida, señala que el nivel del Titicaca no tendría que bajar demasiado para que el río dejase de fluir por completo. Eso ya ha ocurrido en tres ocasiones.
«El Altiplano es tremendamente sensible a la evaporación», dice Bush, quien predice que la región podría estar a punto de alcanzar un punto de inflexión. «Para mediados de siglo podríamos tener un calentamiento de un grado centígrado como mínimo, y estaríamos coqueteando con el escenario que causaría la evaporación total o una merma espectacular del lago Titicaca».
Al sur del Poopó, en el Altiplano, la orilla del lago cede el paso a un paisaje todavía más árido, con rocas talladas por el viento y rebaños de llamas, alpacas, ovejas y alguna que otra vicuña silvestre. Al principio de la primavera buena parte de la tierra sigue desnuda, con el suelo expuesto tras haberse cosechado la quinoa que satisface la insaciable apetencia europea y estadounidense por este pseudocereal superproteico.
Antes de sembrar los cultivos del año, los vientos procedentes del desierto de Atacama barren sin piedad los campos vacíos, lanzando al lago el doble de toneladas de sedimento que cuando seguía allí la vegetación nativa, hoy eliminada para producir quinoa. Como consecuencia, el lago, que tenía 3,5 metros de profundidad, está llenándose de arena y polvo más deprisa de lo previsto.
Más allá del Altiplano, lo único que quiebra la superficie del salar de Uyuni –solidificada en un mosaico de polígonos– son las carreteras y las pilas de sal arrancadas del suelo para enviarlas a las refinerías de la zona. ¿Es esto lo que depara el futuro al lago Poopó? Paulino Flores, antigua autoridad de la comunidad uru, espera que no... pero se prepara, por si acaso. Flores, de 57 años, se ha mudado con su familia a la población vecina de Colchani para trabajar en las refinerías de sal.
Ha destripado terrones de sal del suelo endurecido a golpe de pico y pala, los ha transportado a la factoría, eliminado las impurezas, molido y embolsado. Friega sus manos encallecidas y manchadas por la sal mientras habla. Se ha planteado fundar una factoría salinera a orillas del Poopó, colaborando con el colectivo no gubernamental Centro de Ecología y Pueblos Andinos.
Su director ejecutivo, Gilberto Pauwels, explica que sus colegas están explorando todas las posibilidades para ayudar a los uru a desarrollar modos alternativos de ganarse la vida, preservar sus comunidades y mantener viva su cultura. Puñaca Tinta María no es más que una de tantas aldeas semiabandonadas a orillas del lago desecado donde los cazadores y pescadores de subsistencia se las ven y se las desean para dar de comer a los suyos. Es un escenario que se repite en el mundo entero.
Flores sueña con la recuperación del lago, el regreso de los peces y las aves. Habla con nostalgia de los viejos tiempos, relatando cómo se crio cazando y pescando con su padre y sus parientes. Los uru creen descender del primer pueblo que se asentó en el Altiplano hace 3.700 años.
En 2013 un estudio genético apuntó que quizás estén en lo cierto, pues detectaba una ascendencia distintiva derivada de antiguos linajes andinos. Este pueblo autosuficiente, que en otro tiempo habitó islas flotantes de juncos, asistió al final del Imperio inca y sobrevivió a la conquista española. Pero hoy sobre los uru del lago Poopó se cierne el fantasma de la diáspora con la desaparición de su preciado lago. «Si no hay lago, no hay uru –dice Flores–. Es nuestro alimento y nuestro futuro».
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