La basura rellena las grietas en Haití

La basura rellena las grietas abiertas por el terremoto en Haití

Fecha de Publicación: 07/02/2010
Fuente: EFE
País/Región: Haití



El paso de las semanas ha convertido los improvisados campos de refugiados de Puerto Príncipe, carentes de las garantías sanitarias mínimas, en auténticas bombas de relojería cargadas con problemas de higiene y con la amenaza de todo tipo de enfermedades. S
Tres semanas después del terremoto, que ha dejado más de 200.000 muertos, las calles de la capital haitiana son un festival de olores de imposible descripción a medida que la actividad recupera paulatinamente su ritmo en una ciudad contaminada por los vehículos y el polvo que se levanta de las casas derruidas.
De acuerdo con la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de la ONU (OCHA), en Puerto Príncipe hay 591 asentamientos improvisados de refugiados y al menos 700.000 personas necesitan atención primaria y vigilancia epidemiológica.
La OCHA indicó esta semana que "la salubridad se está convirtiendo en una cuestión de preocupación mayor en muchos de los asentamientos temporales".
En su último reporte de hoy, Unicef coincide en la alarma y advierte de que están incrementando los casos de niños con diarrea en esos asentamientos.
Los alrededores del Palacio Presidencial, o mejor dicho, de lo que queda de él, se han convertido en un depósito humano en el que se apilan refugiados, pero también cobertizos, basura y un mar de problemas hoy por hoy de difícil solución.
Siguiendo la lógica de colocación de contenedores de basura en cualquier ciudad del mundo, en Puerto Príncipe cada cierta cantidad de metros se pueden depositar los desechos, con la única diferencia de que aquí no hay recipientes.
Por las noches, la capital haitiana se convierte en una ciudad llena de fogatas y hogueras, que no buscan calentar ni iluminar a nadie sino incinerar la basura que se ha ido acumulando durante la jornada.
Por las mañanas el olor de la orina y las heces se sobrelleva hasta que el sol empieza a apuntar alto y el calor hace bajar nubes de moscas que se meten entre cobertizos mal apuntalados y lonas de plástico, mientras la gente comienza a cocer la comida del día.
A esto se le añade que una mediana de dos metros en una carretera sirve para colocar docenas de chamizos en que dormir bajo el bombardeo del humo de los vehículos, y que la búsqueda de los cuerpos aún sepultados bajo los escombros es fácil de hacer sintiendo el hedor de la putrefacción.
En medio de la calle y con chancletas, como si estuviera a la puerta de su casa, Benito Diomet, de 33 años, barre con esmero y atención para lograr dos metros cuadrados de impecable pulcritud en la acera.
"No quiero dormir en la mierda", dijo a Efe Diomet, que vive en el parque junto a un hermano, bajo cuatro maderas sin tan siquiera un plástico con el que resguardarse.
Antes del terremoto se dedicaba a vender refrescos por las calles; ahora también, según muestra apuntando a una pequeña nevera portátil en la que guarda todo lo que le queda en este mundo.
"Estamos mal, aquí no hay forma de estar, tenemos que hacer nuestras necesidades en la calle porque no hay a donde ir", dijo por su parte Mitdi Jiuliane, una mujer de 49 años, que vive en una tienda mal asida con cordones de zapatos a unos puntales de madera revestidos de plástico azul.
Ante los campamentos que rellenan el Campo de Marte, la explanada que ocupa el centro de la ciudad, una cola de personas se apilan ante un camión cisterna en uno de los puntos de distribución de agua fresca.
Allí, resguardando unas balsas medio llenas con el líquido, Sammi Kesner trata de organizar la entrega de los alrededor de 13.000 litros que reparten a diario.
"Hay mucha gente y hay cola todo el tiempo, pero todos tienen agua", dijo Kesner, de 30 años, que ante la pregunta de dónde se puede tirar el agua usada o sucia da la única respuesta posible: "en ningún sitio".
La acumulación de gente es tan grande que los pocos baños públicos portátiles que se han ido situando por la ciudad no sólo no son una solución sino que se han convertido en un problema por la falta de la estructura necesaria para su constante limpieza.
"Ahí yo no entro, eso está caliente caliente", dijo señalando a uno de ellos Sergio Fecu, de 48 años, que antes del terremoto trabajaba como traductor y ahora sale cada día de uno de los campos de refugiados para tratar de cazar algún extranjero al que sacarle unos dólares por comunicarse en creole.
"Me avergüenzan las condiciones en que vivo", dijo.

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