Las razones de la minería
Las razones de la minería
Fecha de Publicación: 19/02/2012
Fuente: Página/12
País/Región: Internacional
Por José Natanson - Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur.
Africa, partes de Asia y América latina viven con tensiones el boom extractivo, que cambió de métodos y alimenta un mercado voraz. De la mano de las inversiones llegan los conflictos políticos y medioambientales
La minería atraviesa un período de auge mundial que se explica por varias razones. La primera son las innovaciones tecnológicas, que hoy permiten explotar minerales dispersos en áreas relativamente amplias, superando así el agotamiento de la tradicional explotación de veta. La segunda es la escalada de precios resultante de la voracidad de algunos países emergentes en procesos de intensa industrialización, en particular China, que hoy consume el 46 por ciento del acero, el 40 por ciento del cobre y el 50 por ciento del carbón que se produce en el mundo, lo que la ha convertido en lo que los economistas, esos virtuosos del lenguaje, definen como un monopsonio (un actor económico que logra controlar el mercado por su capacidad de consumo, algo así como un monopolio de la demanda). Además, la debacle de los mercados financieros convencionales disparada por la crisis mundial de 2008-2011 llevó a muchos especuladores a refugiarse en las materias primas, lo que también contribuyó a aumentar sus precios.
Junto con Africa y algunas zonas de Asia, América del Sur es una de las regiones más ricas en minerales del planeta. En los últimos años, casi todos los países han visto una expansión acelerada de la actividad. En Brasil, por ejemplo, la producción de bauxita pasó de 19,3 millones de toneladas en 2003 a 29 millones en 2010, mientras que la de hierro creció de 263,7 a 370 millones de toneladas. En Perú, que hoy lidera el ranking minero de la región, las exportaciones totales registraron en 2011 el record de 45.726 millones de dólares, lo que representó un incremento de 28 por ciento en comparación al año anterior: de ellas, el 58 por ciento son minerales. Las exportaciones mineras provenientes del Mercosur ampliado pasaron de 13 mil millones de dólares en 2003 a 42 mil millones en 2009 (todos datos de la Cepal).
El investigador uruguayo Eduardo Gudynas, muy crítico con el auge de la minería y las condiciones sociales y ambientales en las que se desarrolla, distingue sin embargo diferentes realidades (“Estado compensador y nuevos extractivismos”, revista Nueva Sociedad Nº 237).
Para Gudynas, países como Perú y Colombia practican un extractivismo clásico, en el cual las empresas trasnacionales de-sempeñan un rol centralísimo, con escasos o nulos controles estatales, mientras que otros países han intentado esquemas más o menos articulados, más o menos efectivos, que tienden a incrementar el papel regulador al Estado y aumentar los porcentajes de apropiación de la renta minera, ya sea mediante la creación de joint ventures (contratos de riesgo compartido) entre empresas nacionales y extranjeras, como en Bolivia, donde la Korea Resource se asoció con la Corporación Minera, sea a través de la creación de empresas estatales, como en Catamarca o Santa Cruz, o vía la imposición de nuevos tributos, como las retenciones argentinas o ecuatorianas.
Gudynas aclara que nada de esto modifica la inserción subordinada en la economía mundial de los países sudamericanos, que siguen siendo “tomadores de precios” y que se han mostrado incapaces de coordinar entre sí estrategias conjuntas al estilo de las potencias petroleras reunidas en la OPEP. Al final, las pulsiones del boom minero resultan tan irresistibles como las de la soja y condenan a los países de la región a su rol de exportadores de productos con escaso valor agregado, un problema no por conocido menos real y que ha sido retratado infinidad de veces, por ejemplo, por el padre del cine boliviano, Jorge Ruiz, en un documental cuyo título lo dice todo: Un poquito de diversificación económica.
En este contexto, decir que los gobernadores cordilleranos argentinos son “gobernadores mineros” es tan correcto como afirmar que Evo Morales u Ollanta Humala son “presidentes mineros”. Todos ellos enfrentan la resistencia de las comunidades locales al desarrollo de algunos de estos proyectos, como sucedió con el plan de la empresa australiana Republic Gold Limited para invertir 59 millones de dólares en la mina de oro Amayapampa, en el suroeste de Bolivia, o con el proyecto aurífero Conga, en Perú. En Bolivia, el intento de construir una carretera para unir las regiones de Cochabamba y Beni a través del Parque del Territorio Indígena Isiboro Sécure generó el rechazo de las comunidades que lo habitan, quienes fueron ferozmente reprimidas por la policía, a punto tal que Evo Morales tuvo que cambiar medio gabinete y anunciar la suspensión del proyecto.
La significación económica que ha adquirido la minería ayuda a entender por qué líderes como Lula o Evo, que difícilmente puedan ser calificados como conservadores, insisten con ella. No tanto por la capacidad de los emprendimientos mineros de crear trabajo o articularse virtuosamente con otras actividades económicas, pues en general funcionan como enclaves bastante cerrados, pero sí por su impacto en las exportaciones, con sus cruciales efectos en la balanza comercial de economías siempre sedientas de divisas, y como vía para incrementar los recursos fiscales, a través de la apropiación de un porcentaje variable de la renta minera.
Si se mira bien, esto es lo que está sucediendo en Argentina, donde la minería contribuye a fortalecer las cuentas fiscales de provincias con entramados productivos muy frágiles, como Catamarca o La Rioja o San Juan, y a mejorar la balanza comercial: se calculan unos 4 mil millones de dólares de exportaciones mineras en 2011 y, lo que es todavía más importante, con tendencia creciente (aunque, claro, debido a cargas tributarias comparativamente más bajas que las que pesan sobre, por ejemplo, la soja). En todo caso, la minería alimenta las exportaciones en un momento en el que ha reaparecido, aunque moderada, la temible “restricción externa”, que tantos problemas ocasionó a la economía argentina en el pasado. Y no sólo aquí. En Brasil, donde el gobierno acaba de anunciar un fabuloso ajuste fiscal, la minería constituye un rubro importante de exportación (la compañía brasileña Vale Do Rio Doce es de hecho la segunda minera más importante ¡del mundo!).
Como tantas otras cosas, el debate un poco exasperante que se vive hoy en Argentina es la versión local de una tendencia más amplia. Sin meterme en la cuestión de fondo (¿contamina la minería?, ¿crea progreso o es una garantía de expoliación y atraso?), creo que vale la pena revisarlo desde un punto de vista más político.
Puede ser hasta obvio decirlo, pero en medio de una discusión estridente, en la que algunos medios insospechados de sensibilidad ambiental se han vuelto ecologistas furiosos, quizá sea necesario: los gobernadores cordilleranos que apuestan a los emprendimientos mineros acaban de ser revalidados popularmente con porcentajes en algunos casos altísimos de votos. Con todo su cianuro, José Luis Gioja se impuso, hace apenas dos meses, con casi el 70 por ciento de los sufragios. ¿Quiere decir esto que Gioja tiene razón, o que los sanjuaninos no se equivocaron al votarlo? Ciertamente no: la idea de que el pueblo siempre tiene la razón es una pavada galáctica, desmentida por la historia cientos de veces. Aparte del hecho de que “razón” significa poco en política, no prueba nada, salvo tal vez una cosa: los sanjuaninos creen que es el hombre más adecuado para manejar su provincia, lo que al menos podría invitar a los analistas porteños a preguntarnos por los motivos de esta adhesión, y a explorar con cuidado temas fundamentales pero olímpicamente obviados en el debate actual, como la relación entre minas y votos, que es la relación entre ecología y democracia.
Una pista interesante en este sentido es la sugerida por Mario Wainfeld: “la licencia social”, es decir, la aprobación de las poblaciones involucradas a través de mecanismos como plebiscitos o referéndums, como condición para la realización de los proyectos mineros. Este tipo de consultas ayudarían a generar un debate amplio acerca de las ventajas y desventajas de los emprendimientos y permitirían definir situaciones trabadas de manera democrática. El problema, me parece, surge cuando se hila más fino y se avanza en cuestiones de implementación, la primera de las cuales es el alcance. ¿Quiénes deberían votar? ¿Los habitantes de la ciudad de Famatina? ¿Los del departamento? ¿O todos los riojanos, que tras la reforma constitucional del ’94 se convirtieron en los únicos propietarios de su subsuelo? No hace falta ser Artemio López para adivinar que el resultado variaría sustancialmente.
En Argentina hay unos pocos ejemplos de consultas populares: el plebiscito por el Beagle en 1984 y, más acá en el tiempo, el rechazo cerrado (81 por ciento) de los habitantes de Esquel a un proyecto minero y la negativa de los misioneros (89 por ciento) a la construcción de la represa de Corpus Cristi. En los últimos tiempos, América latina ha construido una breve pero intensa experiencia en este sentido, aunque en general relacionada con reformas constitucionales y revocatorias presidenciales, como en Venezuela, Bolivia y Ecuador. El método, en todo caso, ha sido probado, y de hecho Evo Morales sugirió una consulta popular para zanjar el diferendo de la carretera y Pepe Mujica mencionó la posibilidad de realizar un plebiscito en la disputa por la minera de Aratirí. Curiosamente, en el caso de Gualeguaychú, que la socióloga Maristella Svampa ha definido como el “símbolo de la resistencia socioambiental asamblearia”, la Asamblea de vecinos se negó siempre a aceptar la resolución vía plebiscito, como propuso en su momento el gobernador Jorge Busti. Es el problema de los métodos de la democracia institucional, por más directa que sea: quienes se someten a ellos están obligados a acatar el resultado, sea cual fuere.
Debate
Por Alfredo Zaiat
El debate sobre la minería ha adquirido mayor complejidad porque durante años las multinacionales dispusieron una política de ocultamiento de su actividad en el área de explotación. También por la subordinación de los poderes político y judicial provinciales a los intereses de esas megacompañías. Y por el silencio que cubrió las protestas y represiones a pobladores de esas zonas durante años, con muy pocas excepciones, entre ellas la de este diario. El kirchnerismo se ha sentido cómodo en ese marco de negocios de las mineras, incluso ha impulsado con énfasis esas inversiones. Ante las fuertes restricciones legales para implementar cambios profundos en el generoso esquema de promoción diseñado en los noventa, sólo pudo avanzar con fijar retenciones a las exportaciones del 5 al 10 por ciento, medida que algunas mineras resisten en la Justicia, y, desde noviembre pasado, con obligarlas a liquidar los dólares de sus ventas al exterior en el mercado local. Y en el marco de redefinición de la política de subsidios, le retiraron los que gozaban para la electricidad. Ahora también ha alentado la unión de las provincias mineras para unificar estrategias ante el poder de las mineras. El aspecto ambiental de la minería es relevante, como lo es también el de la producción sojera, petrolera, química, de curtiembres, petroquímica, y de toda industria. Concentrar el tema minero exclusivamente en la contaminación, cuando toda intervención humana en la naturaleza altera el ecosistema y cuando la actual fase del capitalismo transita el estadio del consumismo extremo, debilita y restringe el debate. La cuestión de la minería adquiere mayor densidad cuando se aborda además la articulación del poder económico, la apropiación de rentas de recursos estratégicos no renovables, la distribución del excedente y el perfil de especialización productivo.
A diferencia de Chile, país con el que se comparte la cordillera rica en recursos mineros, Argentina no tenía una historia importante en la actividad, excepto la de Yacimientos Carboníferos Fiscales. Sin antecedentes, en la formación de suficientes cuadros técnicos ni en inversiones de magnitud en la exploración, como lo hubo en el área de hidrocarburos con YPF desde las primeras décadas del siglo pasado, en la primera mitad de los ’90 se diseñó un cuadro normativo para el desembarco de las grandes compañías mineras, que traían los dólares y el conocimiento para comenzar la explotación, ya no con la tecnología antigua del socavón, que arrasa por dentro a la montaña, sino con la de cielo abierto, que directamente la dinamita.
El actual modelo minero fue estructurado con el acuerdo federal minero, con el Código Minero y con la reforma constitucional del ’94, que en su artículo 124 dispone que les corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Esto último ha provocado una grieta difícil de reparar para instrumentar una administración nacional e integral de las riquezas hidrocarburíferas y mineras.
Ese marco legal facilitó el desarrollo de lo que se denomina “economía de enclave”: ingresan capitales del exterior para explotar ricos yacimientos mineros, realizan millonarias inversiones, pagan una muy baja proporción de impuestos en relación a su giro (por ejemplo, están exentos del impuesto al cheque, a los combustibles), tienen estabilidad fiscal por treinta años y gozan de un régimen de importación sin aranceles. Las regalías abonadas a las provincias son bajas (de 2,5 a 4,0 por ciento en boca de mina), pero a la vez esos recursos son muy importantes para las finanzas de esos gobiernos. Esta dependencia fiscal explica la defensa férrea que legisladores y gobernadores de provincias mineras realizan de esa actividad.
Para eludir las restricciones de ese marco legal, que además se refuerza con los Tratados Bilaterales de Inversión que implicaron la pérdida de la jurisdicción nacional a manos del tribunal internacional Caidi-Banco Mundial, se ha empezado a evaluar, aunque en forma incipiente, la participación del Estado, nacional y provincial, a través de empresas públicas en emprendimientos mineros. De esa forma, parte de la renta extraordinaria minera podría ser apropiada por toda la sociedad.
En esa misma línea, el Gobierno podría alentar en el Congreso la modificación del esquema regulatorio de la minería, aunque todavía no ha manifestado esa voluntad política. Esos cambios legislativos no alterarían los proyectos en curso por la existencia de derechos adquiridos, pero establecerían, para futuros emprendimientos, normas equilibradas entre el interés privado y el desarrollo nacional. Como la renta minera es generosa, en un contexto internacional de alza estructural de los precios de esas materias primas, las corporaciones mineras primero rechazarían esos cambios alertando por una caída de las inversiones, pero se sabe por otros antecedentes, pasados y recientes, que finalmente las realizarán –incluso asociadas con el Estado– por las abundantes riquezas escondidas en cerros y montañas.
Desde que se inició la minería en gran escala hace poco más de quince años, la actividad tuvo un crecimiento exponencial. Hay actualmente doce grandes proyectos en operación, tres en construcción y 340 “prospectos” en diversas etapas de desarrollo para extraer diversos minerales. Entre 1998 y 2009, la participación de la minería en el PBI saltó del 1,5 al 4,5 por ciento. Podría alcanzar el 6,0 por ciento cuando dentro de poco entre en funcionamiento el gigante Pascua-Lama, un emprendimiento binacional argentino-chileno en San Juan que tiene reservas de 18 millones de onzas de oro, de acuerdo a la información difundida a la prensa.
La secretaria de Minería de la Nación estima que existen 2,3 millones de kilómetros cuadrados con potencial geológico apto para el desarrollo minero. El tipo de explotación de recursos naturales, su destino y la forma de apropiación de sus rentas extraordinarias son cuestiones clave del desarrollo. Del mismo modo que la tierra forma parte del bien común de toda la sociedad, los minerales ocultos que contiene la cordillera también son riquezas que forman parte del patrimonio colectivo. Esto implica que la intervención de las multinacionales en ambas actividades (minería y agro) no tiene diferencias porque el patrón extractivo es similar. En clave medioambiental, el cianuro y el glifosato aplicados sin controles y en forma desaprensiva provocan daños irreparables. Y en términos económicos, la necesidad de avanzar sobre la renta minera es tan relevante como la captura social a través del Estado de la renta sojera mediante retenciones. Por eso en este debate resulta orientador encontrar respuestas a lo siguiente: ¿cuál es la tasa de ganancia “normal” en esas explotaciones?; ¿shocks extraodinarios que disparan al alza el precio del mineral extraído no cambian las condiciones de la explotación fijadas por el Estado?; ¿cuál es el beneficio para la sociedad de poseer una inmensa riqueza natural, de cuyos frutos disfruta muy poco y sólo los recibe vía impuestos y empleos?; ¿cuál es la prudente estrategia financiera y de acumulación de reservas de un país con ricas áreas mineras donde se esconden abundantes reservas de oro?
Avanzar sobre esos interrogantes profundizaría el actual debate de la minería, para empezar a cuestionar el modelo de “economía de enclave”, que cuando agota el recurso natural es abandonada con consecuencias sociales y laborales. Ese patrón extractivo se supera cuando se diseñan políticas que incorporan a ese esquema productivo la elaboración local de las materias primas. En el caso de la minería, sería la etapa de procesamiento de los metales en refinerías. Esto exige fuertes desembolsos de dólares y mayores escalas, con demanda de trabajo de calidad al necesitar ingenieros, técnicos, investigadores. La tarea es construir los eslabonamientos necesarios entre recursos naturales, manufacturas y servicios. Incentivar así la innovación científico-técnica en cada uno articulándolos en torno de conglomerados productivos, incorporando a las pequeñas y medianas empresas, de modo que el impulso exportador refuerce la capacidad de arrastre sobre el resto de la economía y que los resultados de ese crecimiento se distribuyan con mayor igualdad. Este es el gran desafío de la actividad minera, como el de otras industrias extractivas, para ser parte del desarrollo nacional y no sólo un gran negocio para multinacionales.
Fecha de Publicación: 19/02/2012
Fuente: Página/12
País/Región: Internacional
Por José Natanson - Director de Le Monde diplomatique, Edición Cono Sur.
Africa, partes de Asia y América latina viven con tensiones el boom extractivo, que cambió de métodos y alimenta un mercado voraz. De la mano de las inversiones llegan los conflictos políticos y medioambientales
La minería atraviesa un período de auge mundial que se explica por varias razones. La primera son las innovaciones tecnológicas, que hoy permiten explotar minerales dispersos en áreas relativamente amplias, superando así el agotamiento de la tradicional explotación de veta. La segunda es la escalada de precios resultante de la voracidad de algunos países emergentes en procesos de intensa industrialización, en particular China, que hoy consume el 46 por ciento del acero, el 40 por ciento del cobre y el 50 por ciento del carbón que se produce en el mundo, lo que la ha convertido en lo que los economistas, esos virtuosos del lenguaje, definen como un monopsonio (un actor económico que logra controlar el mercado por su capacidad de consumo, algo así como un monopolio de la demanda). Además, la debacle de los mercados financieros convencionales disparada por la crisis mundial de 2008-2011 llevó a muchos especuladores a refugiarse en las materias primas, lo que también contribuyó a aumentar sus precios.
Junto con Africa y algunas zonas de Asia, América del Sur es una de las regiones más ricas en minerales del planeta. En los últimos años, casi todos los países han visto una expansión acelerada de la actividad. En Brasil, por ejemplo, la producción de bauxita pasó de 19,3 millones de toneladas en 2003 a 29 millones en 2010, mientras que la de hierro creció de 263,7 a 370 millones de toneladas. En Perú, que hoy lidera el ranking minero de la región, las exportaciones totales registraron en 2011 el record de 45.726 millones de dólares, lo que representó un incremento de 28 por ciento en comparación al año anterior: de ellas, el 58 por ciento son minerales. Las exportaciones mineras provenientes del Mercosur ampliado pasaron de 13 mil millones de dólares en 2003 a 42 mil millones en 2009 (todos datos de la Cepal).
El investigador uruguayo Eduardo Gudynas, muy crítico con el auge de la minería y las condiciones sociales y ambientales en las que se desarrolla, distingue sin embargo diferentes realidades (“Estado compensador y nuevos extractivismos”, revista Nueva Sociedad Nº 237).
Para Gudynas, países como Perú y Colombia practican un extractivismo clásico, en el cual las empresas trasnacionales de-sempeñan un rol centralísimo, con escasos o nulos controles estatales, mientras que otros países han intentado esquemas más o menos articulados, más o menos efectivos, que tienden a incrementar el papel regulador al Estado y aumentar los porcentajes de apropiación de la renta minera, ya sea mediante la creación de joint ventures (contratos de riesgo compartido) entre empresas nacionales y extranjeras, como en Bolivia, donde la Korea Resource se asoció con la Corporación Minera, sea a través de la creación de empresas estatales, como en Catamarca o Santa Cruz, o vía la imposición de nuevos tributos, como las retenciones argentinas o ecuatorianas.
Gudynas aclara que nada de esto modifica la inserción subordinada en la economía mundial de los países sudamericanos, que siguen siendo “tomadores de precios” y que se han mostrado incapaces de coordinar entre sí estrategias conjuntas al estilo de las potencias petroleras reunidas en la OPEP. Al final, las pulsiones del boom minero resultan tan irresistibles como las de la soja y condenan a los países de la región a su rol de exportadores de productos con escaso valor agregado, un problema no por conocido menos real y que ha sido retratado infinidad de veces, por ejemplo, por el padre del cine boliviano, Jorge Ruiz, en un documental cuyo título lo dice todo: Un poquito de diversificación económica.
En este contexto, decir que los gobernadores cordilleranos argentinos son “gobernadores mineros” es tan correcto como afirmar que Evo Morales u Ollanta Humala son “presidentes mineros”. Todos ellos enfrentan la resistencia de las comunidades locales al desarrollo de algunos de estos proyectos, como sucedió con el plan de la empresa australiana Republic Gold Limited para invertir 59 millones de dólares en la mina de oro Amayapampa, en el suroeste de Bolivia, o con el proyecto aurífero Conga, en Perú. En Bolivia, el intento de construir una carretera para unir las regiones de Cochabamba y Beni a través del Parque del Territorio Indígena Isiboro Sécure generó el rechazo de las comunidades que lo habitan, quienes fueron ferozmente reprimidas por la policía, a punto tal que Evo Morales tuvo que cambiar medio gabinete y anunciar la suspensión del proyecto.
La significación económica que ha adquirido la minería ayuda a entender por qué líderes como Lula o Evo, que difícilmente puedan ser calificados como conservadores, insisten con ella. No tanto por la capacidad de los emprendimientos mineros de crear trabajo o articularse virtuosamente con otras actividades económicas, pues en general funcionan como enclaves bastante cerrados, pero sí por su impacto en las exportaciones, con sus cruciales efectos en la balanza comercial de economías siempre sedientas de divisas, y como vía para incrementar los recursos fiscales, a través de la apropiación de un porcentaje variable de la renta minera.
Si se mira bien, esto es lo que está sucediendo en Argentina, donde la minería contribuye a fortalecer las cuentas fiscales de provincias con entramados productivos muy frágiles, como Catamarca o La Rioja o San Juan, y a mejorar la balanza comercial: se calculan unos 4 mil millones de dólares de exportaciones mineras en 2011 y, lo que es todavía más importante, con tendencia creciente (aunque, claro, debido a cargas tributarias comparativamente más bajas que las que pesan sobre, por ejemplo, la soja). En todo caso, la minería alimenta las exportaciones en un momento en el que ha reaparecido, aunque moderada, la temible “restricción externa”, que tantos problemas ocasionó a la economía argentina en el pasado. Y no sólo aquí. En Brasil, donde el gobierno acaba de anunciar un fabuloso ajuste fiscal, la minería constituye un rubro importante de exportación (la compañía brasileña Vale Do Rio Doce es de hecho la segunda minera más importante ¡del mundo!).
Como tantas otras cosas, el debate un poco exasperante que se vive hoy en Argentina es la versión local de una tendencia más amplia. Sin meterme en la cuestión de fondo (¿contamina la minería?, ¿crea progreso o es una garantía de expoliación y atraso?), creo que vale la pena revisarlo desde un punto de vista más político.
Puede ser hasta obvio decirlo, pero en medio de una discusión estridente, en la que algunos medios insospechados de sensibilidad ambiental se han vuelto ecologistas furiosos, quizá sea necesario: los gobernadores cordilleranos que apuestan a los emprendimientos mineros acaban de ser revalidados popularmente con porcentajes en algunos casos altísimos de votos. Con todo su cianuro, José Luis Gioja se impuso, hace apenas dos meses, con casi el 70 por ciento de los sufragios. ¿Quiere decir esto que Gioja tiene razón, o que los sanjuaninos no se equivocaron al votarlo? Ciertamente no: la idea de que el pueblo siempre tiene la razón es una pavada galáctica, desmentida por la historia cientos de veces. Aparte del hecho de que “razón” significa poco en política, no prueba nada, salvo tal vez una cosa: los sanjuaninos creen que es el hombre más adecuado para manejar su provincia, lo que al menos podría invitar a los analistas porteños a preguntarnos por los motivos de esta adhesión, y a explorar con cuidado temas fundamentales pero olímpicamente obviados en el debate actual, como la relación entre minas y votos, que es la relación entre ecología y democracia.
Una pista interesante en este sentido es la sugerida por Mario Wainfeld: “la licencia social”, es decir, la aprobación de las poblaciones involucradas a través de mecanismos como plebiscitos o referéndums, como condición para la realización de los proyectos mineros. Este tipo de consultas ayudarían a generar un debate amplio acerca de las ventajas y desventajas de los emprendimientos y permitirían definir situaciones trabadas de manera democrática. El problema, me parece, surge cuando se hila más fino y se avanza en cuestiones de implementación, la primera de las cuales es el alcance. ¿Quiénes deberían votar? ¿Los habitantes de la ciudad de Famatina? ¿Los del departamento? ¿O todos los riojanos, que tras la reforma constitucional del ’94 se convirtieron en los únicos propietarios de su subsuelo? No hace falta ser Artemio López para adivinar que el resultado variaría sustancialmente.
En Argentina hay unos pocos ejemplos de consultas populares: el plebiscito por el Beagle en 1984 y, más acá en el tiempo, el rechazo cerrado (81 por ciento) de los habitantes de Esquel a un proyecto minero y la negativa de los misioneros (89 por ciento) a la construcción de la represa de Corpus Cristi. En los últimos tiempos, América latina ha construido una breve pero intensa experiencia en este sentido, aunque en general relacionada con reformas constitucionales y revocatorias presidenciales, como en Venezuela, Bolivia y Ecuador. El método, en todo caso, ha sido probado, y de hecho Evo Morales sugirió una consulta popular para zanjar el diferendo de la carretera y Pepe Mujica mencionó la posibilidad de realizar un plebiscito en la disputa por la minera de Aratirí. Curiosamente, en el caso de Gualeguaychú, que la socióloga Maristella Svampa ha definido como el “símbolo de la resistencia socioambiental asamblearia”, la Asamblea de vecinos se negó siempre a aceptar la resolución vía plebiscito, como propuso en su momento el gobernador Jorge Busti. Es el problema de los métodos de la democracia institucional, por más directa que sea: quienes se someten a ellos están obligados a acatar el resultado, sea cual fuere.
Debate
Por Alfredo Zaiat
El debate sobre la minería ha adquirido mayor complejidad porque durante años las multinacionales dispusieron una política de ocultamiento de su actividad en el área de explotación. También por la subordinación de los poderes político y judicial provinciales a los intereses de esas megacompañías. Y por el silencio que cubrió las protestas y represiones a pobladores de esas zonas durante años, con muy pocas excepciones, entre ellas la de este diario. El kirchnerismo se ha sentido cómodo en ese marco de negocios de las mineras, incluso ha impulsado con énfasis esas inversiones. Ante las fuertes restricciones legales para implementar cambios profundos en el generoso esquema de promoción diseñado en los noventa, sólo pudo avanzar con fijar retenciones a las exportaciones del 5 al 10 por ciento, medida que algunas mineras resisten en la Justicia, y, desde noviembre pasado, con obligarlas a liquidar los dólares de sus ventas al exterior en el mercado local. Y en el marco de redefinición de la política de subsidios, le retiraron los que gozaban para la electricidad. Ahora también ha alentado la unión de las provincias mineras para unificar estrategias ante el poder de las mineras. El aspecto ambiental de la minería es relevante, como lo es también el de la producción sojera, petrolera, química, de curtiembres, petroquímica, y de toda industria. Concentrar el tema minero exclusivamente en la contaminación, cuando toda intervención humana en la naturaleza altera el ecosistema y cuando la actual fase del capitalismo transita el estadio del consumismo extremo, debilita y restringe el debate. La cuestión de la minería adquiere mayor densidad cuando se aborda además la articulación del poder económico, la apropiación de rentas de recursos estratégicos no renovables, la distribución del excedente y el perfil de especialización productivo.
A diferencia de Chile, país con el que se comparte la cordillera rica en recursos mineros, Argentina no tenía una historia importante en la actividad, excepto la de Yacimientos Carboníferos Fiscales. Sin antecedentes, en la formación de suficientes cuadros técnicos ni en inversiones de magnitud en la exploración, como lo hubo en el área de hidrocarburos con YPF desde las primeras décadas del siglo pasado, en la primera mitad de los ’90 se diseñó un cuadro normativo para el desembarco de las grandes compañías mineras, que traían los dólares y el conocimiento para comenzar la explotación, ya no con la tecnología antigua del socavón, que arrasa por dentro a la montaña, sino con la de cielo abierto, que directamente la dinamita.
El actual modelo minero fue estructurado con el acuerdo federal minero, con el Código Minero y con la reforma constitucional del ’94, que en su artículo 124 dispone que les corresponde a las provincias el dominio originario de los recursos naturales existentes en su territorio. Esto último ha provocado una grieta difícil de reparar para instrumentar una administración nacional e integral de las riquezas hidrocarburíferas y mineras.
Ese marco legal facilitó el desarrollo de lo que se denomina “economía de enclave”: ingresan capitales del exterior para explotar ricos yacimientos mineros, realizan millonarias inversiones, pagan una muy baja proporción de impuestos en relación a su giro (por ejemplo, están exentos del impuesto al cheque, a los combustibles), tienen estabilidad fiscal por treinta años y gozan de un régimen de importación sin aranceles. Las regalías abonadas a las provincias son bajas (de 2,5 a 4,0 por ciento en boca de mina), pero a la vez esos recursos son muy importantes para las finanzas de esos gobiernos. Esta dependencia fiscal explica la defensa férrea que legisladores y gobernadores de provincias mineras realizan de esa actividad.
Para eludir las restricciones de ese marco legal, que además se refuerza con los Tratados Bilaterales de Inversión que implicaron la pérdida de la jurisdicción nacional a manos del tribunal internacional Caidi-Banco Mundial, se ha empezado a evaluar, aunque en forma incipiente, la participación del Estado, nacional y provincial, a través de empresas públicas en emprendimientos mineros. De esa forma, parte de la renta extraordinaria minera podría ser apropiada por toda la sociedad.
En esa misma línea, el Gobierno podría alentar en el Congreso la modificación del esquema regulatorio de la minería, aunque todavía no ha manifestado esa voluntad política. Esos cambios legislativos no alterarían los proyectos en curso por la existencia de derechos adquiridos, pero establecerían, para futuros emprendimientos, normas equilibradas entre el interés privado y el desarrollo nacional. Como la renta minera es generosa, en un contexto internacional de alza estructural de los precios de esas materias primas, las corporaciones mineras primero rechazarían esos cambios alertando por una caída de las inversiones, pero se sabe por otros antecedentes, pasados y recientes, que finalmente las realizarán –incluso asociadas con el Estado– por las abundantes riquezas escondidas en cerros y montañas.
Desde que se inició la minería en gran escala hace poco más de quince años, la actividad tuvo un crecimiento exponencial. Hay actualmente doce grandes proyectos en operación, tres en construcción y 340 “prospectos” en diversas etapas de desarrollo para extraer diversos minerales. Entre 1998 y 2009, la participación de la minería en el PBI saltó del 1,5 al 4,5 por ciento. Podría alcanzar el 6,0 por ciento cuando dentro de poco entre en funcionamiento el gigante Pascua-Lama, un emprendimiento binacional argentino-chileno en San Juan que tiene reservas de 18 millones de onzas de oro, de acuerdo a la información difundida a la prensa.
La secretaria de Minería de la Nación estima que existen 2,3 millones de kilómetros cuadrados con potencial geológico apto para el desarrollo minero. El tipo de explotación de recursos naturales, su destino y la forma de apropiación de sus rentas extraordinarias son cuestiones clave del desarrollo. Del mismo modo que la tierra forma parte del bien común de toda la sociedad, los minerales ocultos que contiene la cordillera también son riquezas que forman parte del patrimonio colectivo. Esto implica que la intervención de las multinacionales en ambas actividades (minería y agro) no tiene diferencias porque el patrón extractivo es similar. En clave medioambiental, el cianuro y el glifosato aplicados sin controles y en forma desaprensiva provocan daños irreparables. Y en términos económicos, la necesidad de avanzar sobre la renta minera es tan relevante como la captura social a través del Estado de la renta sojera mediante retenciones. Por eso en este debate resulta orientador encontrar respuestas a lo siguiente: ¿cuál es la tasa de ganancia “normal” en esas explotaciones?; ¿shocks extraodinarios que disparan al alza el precio del mineral extraído no cambian las condiciones de la explotación fijadas por el Estado?; ¿cuál es el beneficio para la sociedad de poseer una inmensa riqueza natural, de cuyos frutos disfruta muy poco y sólo los recibe vía impuestos y empleos?; ¿cuál es la prudente estrategia financiera y de acumulación de reservas de un país con ricas áreas mineras donde se esconden abundantes reservas de oro?
Avanzar sobre esos interrogantes profundizaría el actual debate de la minería, para empezar a cuestionar el modelo de “economía de enclave”, que cuando agota el recurso natural es abandonada con consecuencias sociales y laborales. Ese patrón extractivo se supera cuando se diseñan políticas que incorporan a ese esquema productivo la elaboración local de las materias primas. En el caso de la minería, sería la etapa de procesamiento de los metales en refinerías. Esto exige fuertes desembolsos de dólares y mayores escalas, con demanda de trabajo de calidad al necesitar ingenieros, técnicos, investigadores. La tarea es construir los eslabonamientos necesarios entre recursos naturales, manufacturas y servicios. Incentivar así la innovación científico-técnica en cada uno articulándolos en torno de conglomerados productivos, incorporando a las pequeñas y medianas empresas, de modo que el impulso exportador refuerce la capacidad de arrastre sobre el resto de la economía y que los resultados de ese crecimiento se distribuyan con mayor igualdad. Este es el gran desafío de la actividad minera, como el de otras industrias extractivas, para ser parte del desarrollo nacional y no sólo un gran negocio para multinacionales.
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