La espada de Damocles de la ingeniería climática



Ingeniería climática, tema desconocido y riesgoso para la región

Fecha de Publicación
: 10/05/2019
Fuente: SciDev
País/Región: Internacional


Aunque algunos gobiernos y empresas apoyan a la geoingeniería como una forma de reducir la temperatura y contrarrestar el cambio climático en las futuras décadas, especialistas latinoamericanos señalan que estas iniciativas pueden vulnerar el futuro de muchos países menos desarrollados, especialmente en un contexto en el que la investigación y las decisiones sobre cómo desarrollar tecnologías en ingeniería climática no son equitativas.
Una de las críticas contra estas técnicas es que detrás de ellas hay una marcada desigualdad entre naciones. En un artículo publicado en International Environmental Agreements, los académicos Frank Biermann e Ina Möller sostienen que “la producción de conocimiento sobre ingeniería climática se mantiene fuertemente dominada por las principales instituciones de investigación en América del Norte y Europa”.
Un ejemplo de esta desigualdad está en la poca participación que los científicos del Sur han tenido en eventos y estudios globales como los que publica el Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC).
De los cuatro reportes que publicó el IPCC entre 1990 y 2007, los especialistas de África y América Latina representaron sólo el 3.1 por ciento de los autores, muy por debajo de los de Europa y Estado Unidos, cuyo porcentaje en conjunto llegó al 37.2 por ciento, hallaron Bierman y Möller. Y la situación no ha variado mucho desde entonces: hay una buena cantidad de países en desarrollo (45 por ciento del total) que nunca han tenido autores en el IPCC.
Esto, según el artículo, propicia que los problemas y los riesgos de los países en desarrollo estén poco representados en los reportes científicos más importantes y que, en consecuencia, tengan poca influencia en la agenda climática global. La ingeniería climática, también conocida como geoingeniería, es un buen ejemplo de esta desigualdad.
La geoingeniería se refiere a cualquier tecnología que reduzca deliberadamente la insolación solar o aumente el secuestro de carbono de la atmósfera a gran escala que pueda afectar a la diversidad. Muchas de ellas no se han investigado lo suficiente y aún se desconoce el tipo de efectos que generarían.
Por eso, aunque algunos gobiernos y empresas apoyan estas técnicas como una forma de reducir la temperatura y contrarrestar el cambio climático en las futuras décadas, especialistas latinoamericanos señalan que pueden vulnerar el futuro de la región.
“En reuniones internacionales, en América Latina, no hay ningún debate sobre la geoingeniería”, dijo a SciDev.Net Elizabeth Bravo, bióloga e investigadora de la organización civil Acción Ecológica. “La desigualdad que yo veo es, por un lado, el desconocimiento que hay sobre el tema y, por otro, las intenciones de llevar a cabo experimentos en la región, con todos los impactos que puede implicar”, agregó.
Para la ambientalista uruguaya Silvia Ribeiro, directora en América Latina del Grupo ETC —organización global que monitorea el impacto de las tecnologías emergentes— los países más interesados en desarrollar estas tecnologías para pruebas experimentales, como Estados Unidos o Rusia, son de los que generan más emisiones.
 Por eso, “es una injusticia a nivel geopolítico”, señaló a SciDev.Net.  “Es muy injusto que todos los países que sufren las consecuencias del cambio climático tengan que enfrentar, además, las consecuencias de tecnologías de alto riesgo. Lo que tendría que suceder es que los grandes emisores hicieran reducciones del tamaño de la contaminación que han generado”, agregó.

¿Geoingeniería en América Latina?
La técnicas de geoingeniería pueden dividirse en dos grandes grupos: por un lado, las de Manejo de Radiación Solar (MRS), cuyo objetivo es bloquear la luz solar o reducir su reflejo para disminuir así la temperatura de la Tierra, como la inyección de aerosoles estratosféricos o el aumento del albedo en océanos. El albedo es el porcentaje de radiación que cualquier superficie refleja respecto a la radiación que incide sobre ella.
Y, por otro lado, existen las tecnologías de Remoción de Gases de Efecto Invernadero (RGEI), como la captura de dióxido de carbono de la atmósfera, la bioingeniería o la aforestación (plantar bosques en donde no los había).
A pesar de que ninguna de estas técnicas se ha implementado formalmente en América Latina, algunos intentos de hacerlo por parte de empresas privadas han alertado a la sociedad civil y a la comunidad científica.
En 2017, la empresa canadiense Oceaneos anunció públicamente sus intenciones de emprender un proyecto de fertilización de océanos en Chile y Perú. En esencia, esta técnica se basa en verter hierro en los océanos para fertilizar el fitoplancton, éste crece aceleradamente y entonces absorbe más CO2. Cuando el fitoplancton muere, se va al fondo del mar. Así, teóricamente, se propicia un aumento en el secuestro de carbono.
Sin embargo, la técnica no toma en cuenta la complejidad del ecosistema marino. “El fitoplancton no se queda en el fondo del mar porque vuelve a subir por efecto de las cadenas alimentarias marinas. Y, por otro lado, el florecimiento de plancton súbito de gran escala produce un gran desequilibrio dentro de esas mismas cadenas y además produce anoxia, falta de oxígeno en las capas intermedias del mar”, explicó Silvia Ribeiro.
De acuerdo con Samuel Leiva, consultor de políticas públicas medioambientales, basado en Chile, el problema con Oceaneos es que no anunció el proyecto como de fertilización de océanos sino como “siembra” (ocean seeding), es decir, para producir más algas y, en consecuencia, más peces.  Leiva dice que así Oceaneos busca promocionarse como una compañía altruista que ayuda a países que lo requieren.
“La compañía usa el argumento de generar un beneficio económico directo para las comunidades que dependen de las pesquerías, aprovechando que están en colapso o sobreexplotadas. Puede parecer una buena idea, pero no considera los efectos no deseados, como el crecimiento de algas nocivas para la vida marina y humana”, afirmó el chileno.
En 2007, también hubo un intento para desplegar geoingeniería en Ecuador. “En las islas Galápagos la empresa estadounidense Planktos pretendió arrojar nanopartículas de hierro sobre un área de 10 mil kilómetros cuadrados para generar un boom de algas que aceleren la absorción de CO2” recordó Elizabeth Bravo. Gracias a la organización y la negativa del gobierno y la comunidad científica del Ecuador, lograron detener esta iniciativa y la compañía quebró en 2009.
Sin embargo, el director ejecutivo de Planktos, Russ George, siguió con sus intentos de fertilizar el océano, hasta que lo consiguió en julio de 2012 cuando derramó 100 toneladas de sulfato de hierro en el Océano Pacífico en un remolino de 370 kilómetros al oeste de las islas canadienses de Haida Gwaii.
George convenció a la población indígena de Haida para llevar a cabo el proyecto, con el argumento de que se multiplicaría la producción de salmón y sin decir los potenciales riesgos. Actualmente, las autoridades canadienses siguen investigando el caso.
En otros países, como Argentina, Brasil, México y Venezuela, se han implementado proyectos que buscan modificar el clima, como la siembra de nubes o los cañones antigranizo. Sin embargo, por tener efectos locales, no se toman en cuenta como técnicas de geoingeniería, que se caracterizan por modificar el clima global.
 De acuerdo con Leiva, muchos de los involucrados en estos proyectos tienen intereses comerciales más que científicos. “Los experimentos de geoingeniería, para cambiar la atmósfera o los océanos, no provienen del Sur, no son empresas ni universidades nacionales (…) Cualquier proyecto tiene un componente comercial muy importante, por eso son las empresas las que quieren desarrollar ciertas tecnologías, para luego transformarlas en una patente comercial y después venderle esa tecnología a otros países”, explicó.

Hay que explorar los riesgos
Uno de los problemas paralelos a los intentos de desplegar técnicas de geoingeniería son los huecos legales que caracterizan a prácticamente todos los países de la región.
“No tengo conocimiento de que una ley ambiental en ningún país de Latinoamérica se haga cargo de la geoingniería como tal.  Sólo Brasil ha desarrollado algunas regulaciones respecto a las estrategias como la siembra de nubes pero no mucho más”, afirmó Leiva.
Los que sí hay, desde 2010, son acuerdos globales que limitan la implementación de técnicas de geoingeniería en el mundo. Ese año, el Convenio sobre Diversidad Biológica (CBD) de Naciones Unidas adoptó una moratoria para solicitar a los gobiernos que no permitan ninguna actividad de geoingeniería debido a que se desconocen sus posibles efectos en el clima y en la diversidad biológica, además de que algunas de ellas no han logrado ser eficaces, seguras ni asequibles.
También en 2010 el Protocolo de Londres adoptó una enmienda que prohíbe cualquier actividad que implique la fertilización de los océanos, es decir, usar micronutrientes como el hierro para secuestrar dióxido de carbono (CO2).
Pero aunque estos acuerdos globales existen, tienen un carácter más de recomendación que de prohibición con consecuencias jurídicas. Además, parte del discurso global en cambio climático no descarta el desarrollo de geoingenierías sino que propone explorar sus riesgos. Así lo subrayaron algunos especialistas durante la COP23, que se llevó a cabo en Bonn, Alemania, en 2017.
“Los riesgos del cambio climático son enormes, los riesgos de no hacer nada son enormes; pero los riesgos de la geoingeniería también son enormes. Tenemos que explorar esos riesgos, porque ¿quién sabe?, podemos terminar entrando en un mundo muy riesgoso sin entenderlo (…) Los riesgos de la geoingeniería no se comprenden bien y deben explorarse”, dijo Hugh Hunt, del Departamento de Ingeniería de la Universidad de Cambridge.
Son pocas, pero ya hay algunas investigaciones basadas en modelos climáticos, que evalúan cómo estas tecnologías podrían afectar de manera negativa a varios países de la región, al modificar sus patrones de lluvias y de temperaturas, lo que impactaría en su agricultura, suministro de agua y energía, y biodiversidad.
Un artículo del 2013, por ejemplo, advierte que las técnicas de Manejo de la Radiación Solar podrían alterar los ciclos hidrológicos globales y que la precipitación en América Latina se reduciría en un 6 por ciento, con mayores efectos en la zona amazónica, América Central y el norte de Sudamérica.
También se ha evaluado qué pasaría si finalmente se implementaran tecnologías como la MRS. “Si se desplegara la inyección de aerosoles en la estratósfera, que es la técnica más considerada, y consiste en imitar una nube volcánica para tapar los rayos del sol, tendrían que seguir haciéndolo por 70 años o más para tener un impacto sobre la disminución de la temperatura”,  afirmó Ribeiro.
Pero en el momento en que se interrumpa, aparecería lo que los científicos llaman un ‘shock de terminación’, es decir, una especie de “rebote” de la temperatura. “El cambio climático se pondría otra vez en escena de forma súbita y, por lo tanto, sería mucho más difícil adaptarse; entonces el impacto sobre las especies, las sociedades humanas y la economía sería peor”, explicó Ribeiro.
Existe, además, el riesgo de tipo moral. Según los ambientalistas, estas tecnologías pueden servir de justificación para que los países o empresas que más emiten puedan seguir haciéndolo, porque las compañías que llevan a cabo estas técnicas pueden vender bonos de carbono a otras empresas o individuos que quieren compensar sus emisiones.

En busca de la igualdad entre Norte y Sur
En su análisis, Biermann y Möller proponen una serie de mecanismos para contrarrestar el poder de los países más desarrollados y poner a todas las naciones en condiciones más equitativas para decidir qué tecnologías aplicar y en dónde.
Proponen, por ejemplo, “que las comunidades científicas de los países menos desarrollados busquen un papel más importante en las comunidades epistémicas emergentes en la ingeniería climática”; y que “haya una autoridad reguladora en el sistema de las Naciones Unidas que garantice cierto balance entre el Norte y el Sur”.
También sugieren que se tomen acuerdos multilaterales en función del medio ambiente, en los que todos los países se comprometan; y que los países pobres puedan llevar los casos a la Corte Internacional de Justicia para se garantice la legalidad o ilegalidad de las tecnologías de ingeniería climática.
Aunque estas propuestas son razonables para los especialistas en América Latina, también implican retos.  “Todos parecen ir en la dirección correcta pero tenemos que ir más allá. Aquí no hay una fórmula única, todo depende de factores políticos, tecnológicos, económicos”, opinó Leiva.
“Podemos hacer acuerdos multilaterales para asegurar que todos estemos apuntando en el mismo lugar, pero ningún ente tiene la capacidad de obligar a nadie. Esos compromisos se rompen cuando llega un Jair Bolsonaro y retira su oferta de ser parte de la COP25, por ejemplo, o un Donald Trump que tiene una guerra personal contra las políticas de cambio climático”, agregó. “Por eso no basta con la discusión científica, hay que tomar en cuenta comunidades políticas y a la sociedad civil”.
Por otro lado, Silvia Ribeiro opina que si bien debe haber investigación sobre los posibles impactos de las geoingenierías en América Latina, esta no debe ser por imposición. En cambio, considera que los recursos humanos y económicos deben dirigirse a otras formas más sustentables y menos riesgosas de contrarrestar el cambio climático, como la preservación de los ecosistemas, el cambio en los sistemas agroindustriales actuales y, sobre todo, la reducción de las emisiones de dióxido de carbono.
“Tenemos que restaurar ecosistemas: bosques, turberas y humedales, porque tienen un enorme potencial de captación. Pero sobre todo tiene que haber una reducción significativa de los grandes emisores”, concluyó Ribeiro.
Académicos y ambientalistas coinciden en que los riesgos para los países del sur, especialmente en América Latina, son consecuencia de la falta de investigación y conocimiento en estas técnicas. Por eso apuntan como una necesidad crucial que los países en la región tengan un rol más activo en la construcción del conocimiento de la ingeniería climática, para que se tomen en cuenta sus problemas y prioridades.
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